En cualquier ciudad, en un solar vacío o tras las rocas un contenedor, viven gatos. Algunas veces los vemos, otras no. Pero están ahí. Muchos han nacido en la calle. Otros fueron abandonados. Todos forman parte de lo que la Ley 7/2023 reconoce como “colonias felinas”: agrupaciones estables de gatos comunitarios gestionadas en parte por personas voluntarias, pero responsabilidad del municipio. Un fenómeno creciente que ha pasado de la invisibilidad a la legalidad, y que plantea una pregunta urgente: ¿qué ciudad queremos ser?
Con la entrada en vigor de esta ley, los ayuntamientos deben asumir la gestión ética de estas colonias. No es una sugerencia: es una obligación. Se les exige aplicar el método CER (captura, esterilización y retorno), mantener un censo activo, garantizar atención veterinaria y disponer de protocolos de emergencia. Pero la norma no ha venido acompañada de estructuras ni recursos en muchos territorios, y eso ha generado un bloqueo institucional que se traslada al terreno: conflictos vecinales, protectoras desbordadas, concejalías con nuevos retos a los que hacer frente exigidos por ley y una red de cuidadoras que trabajan en soledad, sin apoyo ni reconocimiento.